Tuesday, March 11, 2008

Estocolmo (II): Ella y el caballo loco


Ando por el centro buscando el hotel: Edificios viejos con desconchones en las paredes, pasos de peatones gastados, asfalto agrietado de poros abiertos, granito... Un teatro con aspecto de cerrado anuncia función para el fin de semana. El cartel para sacado de principios de los ochenta; la forzada sonrisa de esos actores de segunda con pelo enlacado provoca de todo menos lo que pretendían, ¿qué tipo de gente vendrá a ver esa obra? Pobrecillos, parece que en este país referencia del diseño también hay caspa. De entre la maraña de carteles pegados en las paredes que se pisan unos a otros, una selección poco consciente de palabras se queda con jazz. Se anuncia concierto con músicos cuyos nombres tienen un montón de letras ä, ö, å. Mala idea la de pegarlos junto a los sonrisas falsas del teatro, la idea de ir espectáculo en esta capital para el finde no me convence... para nada. Por este prejuicio inútil me voy a perder al trompetista de las muchas å, que seguro que era una máquina.

Intento mirar a las caras que se me cruzan, pero éstas solo atienden vagamente la periódica alternancia de sus propios pasos mecánicos. Ojos cansados, hombros caídos, andares presurosos y débiles. Estoy exhausto, tengo hambre, ganas de llegar a la casa es lo que dicen muchas de esas caras... y la mía, que quiere picar algo y encontrar el hotel.

En el 7-Eleven compro plátanos, yogur y un biskvi: pastelito redondo con base de galleta y cubierta de chocolate, relleno con crema y forma de ovni. El hotel estaba cerca. El platillo volante aterriza en mi estómago y me quedo frito en la cama tan rápido que lo hago destapado, con la tele y la luz encencidas.

MERCADO DE PARCHES.

Dos horas después salgo grogui del hotel de nuevo hacia la estación. Tengo tiempo y me paro en una tienda de las más cool. Una concept shop, que le llaman los dueños. Tienda concepto. “Concepto”, hay que joderse. Si Kant pasara por aquí y viera a lo que alguno llama concepto... El de esta temporada son los caballos, y tienen uno enorme de plástico en uno de los escaparates. Peaso de concepto. Voy a entrar ahora mismo a comprar Ideas, Seres, Yoes y Devenires, a ver a cómo los tienen.

Aunque duré poco (mi estomago no tolera ver imbéciles gastando tanta pasta en trozos de diseño conceptual que sólo ellos entienden y les permite entrar a determinados clubs), en ese corto lapso de tiempo antes de salir paseé junto a las camisetas. Trozos de tela limpia, cuidadosamente doblada y etiquetada con precio absurdo. Los únicos objetos en los que latía algo de vida eran las tablas. Cuando agarré una para descolgarla... estaba de nuevo lejos del mundo real, trasladado a mi soleada plaza del Sur de España. He hecho una parada para descansar tras caer bien un truco: me quito la camiseta y descanso la espalda que chorrea sudor en un frío banco de piedra. Sentado al sol, me quito los auriculares y bebo la botella de agua con los ojos cerrados; la cara hacia los rayos de luz los desafía mientras éstos atraviesan cada prisma formado por las gotas de sudor que resbalan sobre mis pecas.

Observo a los suecos que siguen patinando; con qué estilazo lo hacen estos cabrones. Qué cosas, ellos no saben que sólo son un flashback de mi mente y que mi cuerpo se halla de hecho en su madre patria escandinava. Quizá incluso me esté cruzando con ellos físicamente, allá en la ciudad de Nobel mientras mentalmente compartimos una sesión de skate a pocos minutos del Mediterráneo.

Estos guiris son la leche. Björn, casi dos metros, canijo, blanco como la cal, rubio albino y de ojos azules pequeñitos; buena gente, un alma libre pero con los pies en el suelo (cuando los baja del patín). Christian, otro vikingo: un armario con barba que patina suave como una bailarina y esconde su timidez en latas de cerveza, una tras otra. Oculta muchas más historias en la San Miguel, que será un santo, pero agarrado todo el día a él mi amigo va directo a la perdición.

Las camisetas que llevamos en aquella plaza se apilan en el banco, impregnadas con sudor de diversión, esfuerzo, de viajes, descubrimientos, de risas, de alcohol, música, de caídas, de polvo, tierra, asfalto, de euforia, tristeza… Nada de eso viene planchado, doblado y etiquetado para su consumo.


Otro flash y ya estoy escapando de la tienda; saliendo veo que el escaparate de la derecha es aún mejor: triste como él solo, dispone únicamente de un maniquí sin cabeza al que han castigado con una sudadera de estilo vintage ochentero. Igualita que la que mi madre me compró en el rastro de dos tallas mayores para que durara –nos durara, que era para compartir con mi hermana- y que acabó de pijama hasta que no me entraba la cabeza. Un sudadera de felpa sin capucha con un parche planchado que ocupa todo el pecho, de esos que no se doblan cuando te agachas y se quedan recios apuntando al cuello. Poco a poco, con los lavados, el parche se agrieta y se levanta por los filos, pierde color, pero sigue ahí, luchando cara a cara contra la lavadora y desacompañando tu cuerpo cuando duermes con él.

El de la tienda era azul, con el aspecto de gastado que tenía el mío. El parche también era de esos grandes, tiesos y gruesos –casi un relieve, la cúpula de los peces de Barceló- con un motivo súper conceptual a la par que cool; decía: “CABALLO LOCO” ¡Toma ya, unas letras en español! ya no se puede ser más guay. Paseando con ese jersey por La Palmilla me darían unas monedas para un café, pero en esta capital me sacarían de la cola del Debaser para invitarme a un vino blanco junto a los VIP.

No aguanto mirarlo más, tiro para la estación. En la esquina del kebab-pizza unos turcos montan jaleo; la primera vez que huelo sangre en humanos desde que llegué. -Chavales, que siga la juerga –les dije con una mueca-.

Los mismos desconchones, pósters, invisibles pasos de peatones y cara amargados en el camino contrario al de antes.

Ahora espero la llegada del autobús de las ocho. Con la mirada fija, me voy a mi mundo (para variar). “Mira hija, eso es un autista” debe haber dicho alguno de los que se me hayan cruzado los últimos minutos.

El autobús que espero llega, aparca y van saliendo pasajeros de él, hasta que de la escalera asoman unas botas altas marrones y unos guantes blancos respaldados por los ribetes azules de los puños de un chaquetón.

ELLA.

El autobús no puede hacer nada por impedir que salga, así que la princesita se va escapando con tranquilidad hasta detenerse en la acera inmediata. Junta los talones de las dos botas, ajusta el carrito de equipaje, levanta la cabeza y comienza a andar. Una sonrisa bellísima, clara, acendrada, inocente, fuerte, segura, feliz, confiada, divertida, cómplice, simple, calmada y juvenilmente sobria. Finos labios rojos colocados en la parte inferior de una cara infantil, limpia y de sana palidez. Dos calas mediterráneas de agua fría y transparente en un día de terral son sus ojos mirándome. ¿Cómo puede ser tan feliz en este sitio tan FEO y deprimente? Viene hacia mí y ya se me han quitado las pesadumbres con las que los cara cansados, casposos y desconchones habían ido cargando mi alma. No lo entiendo, camina alegre, divertida, con determinación, sin desconfianza alguna en su rededor. En el entorno de su paseo parece que ya no hay frío, oscuridad, agotamiento, aburrimiento... ¡Que no lo comprendo! La torre de alta tensión tampoco. Está aturdida, desorientada, se estresa: No está acostumbrada, para ella la vida es hierro, moho y vigilar las vías por las que circulan trenes cargados de cara tristes. No lo comprende, pero se contagia de esa primavera andante y respira aliviada. Relaja los hombros: los cables de alta tensión que sostiene se huelgan. La corriente eléctrica que transportan conmuta armónicamente y transmite codificado este mensaje: S-O-N-R-Í-E.

¡A los raíles del tren también les afecta! Siguieron con atención las caras que su vigilante, la torre, iba poniendo; contagiados, se activan: conmutan dos bifurcaciones para trazar con hierro una parábola... Acaban de dibujar una sonrisa.

La torre que lo observa chisporrotea y zumba en respuesta a las vías. Éstas quieren contárselo a todas sus aburridas camaradas en Suecia y, conocedoras de la magia de las series de Fourier, modifican melódicamente en frecuencia y amplitud las ondas de sonido generadas por las ruedas del tren que las atraviesan hasta codificar otra palabra: H-E-R-M-A-N-A-S. Qué solidarias que son estas vías de tren suecas.

Ella sigue su paso hacia mí, sin percibir nada de lo anterior. El chaquetón largo hasta justo encima de las rodillas, azul oscuro, entallado en la cintura y de hombros rectos le da un aire a azafata competente muy divertido. La azafata de Aerolíneas “ Señor E, Aquí Tiene Su Paz” me abraza y olvido la angustia de no saber y no ser. Huelo su pelo, rodeo su cuerpecito con mis brazos y deseo conservar conmigo este pedacito de espacio sin interrogantes que es sólo afirmación de vida.

JOHNNY

Ella me acompaña hacia el hotel pasando por los mismos tristes sitios de antes a los que ya no presto atención. Hasta me muestro un poco más condescendiente con el señor de la laca y la sonrisa postiza: -Relájate un poco, chiquillo –le digo al póster-.

Los turcos siguen liándola; si me entra hambre de nuevo bajaré a su local, fijo.

Caminamos por delante de la tienda donde Kant se compraba conceptos los sábados por la mañana. Vamos achuchados y caminando a pasitos, de modo que me da tiempo a observar la escena que tiene lugar dentro de la tienda. Un nadie conversa con el expendedor de logos; apunta hacia el maniquí con la sudadera vintage.

-Exactamente p-r-e-p-á-r-a-t-e-q-u-e-s-o-n-u-n-v-i-a-h-e de coronas -parecía decirle el intermediario de Sócrates-.

El nadie con nada en los ojos asentía con su sujeta gorras. El maniquí, aliviado desde que le habían quitado la cabeza para ser más concept pensaba “a mí plin” respecto a la decisión del cliente. Sin embargo este maniquí se sintió como Johnny cogió su fusil, mientras era desnudado. Sin poder alguno, abandonado en la inmensidad de la existencia y desprovisto de toda característica humana, con la certeza de que nadie nunca lo descubriría al fondo de ese pozo; nunca se escucharían sus gritos, la PEOR pesadilla imaginable. A Johnny le mantenían vivo obligado a no vivir. Al maniquí además lo usaban para portar conceptos que insultaban su inteligencia, eso no se lo hacían ni al pobre de Johnny. -Si tuviera piernas le rompía las pelotas al que me cuelga estas gilipolleces.

Mientras la escena se desarrollaba para desgracia del maniquí y de la sociedad en general que tendría que sufrir la contribución a la inflación de esa pobre alma adolescente en busca de identidad, yo me había quedado clavado frente a ellos.


-“Eres autista o qué”, dijo ella.

Desperté de mi viaje a la NADA en la que floté con Johnny y el maniquí, desconcertado porque de alguna manera ¡mis propios ojos me estaban mirando! ¡joder, qué truco me está jugando la mente ahora!, ¡no será Johnny que me quiere joder a mí también!.

No es eso, imbécil; es simplemente que te estás viendo reflejado en la luna del escaparate.

Terminé por verme entero; tenía cara de gilipollas con una expresión que representaba perfectamente sorpresa y escepticismo. Antes de volver al mundo real, me prometí salvar a a Johnny y a los maniquíes. -Lo que me digáis chavales; si queréis os mato y os libero, os entiendo perfectamente; la inmoralidad en vuestro suicidio que algun pacato quiere ver no es tal. O mejor ¡pasamos de todo y nos vamos a comer pescaito y sangría a La Carihuela! yo... lo que me digáis.

Antes de que pudieran contestarme se adelantó otra voz, femenina:

-¿Qué te ocurre cariño, qué has visto? -preguntó mi angelito-.

- Nada, nada... Cosas mías -respondí-. Oye, guapetona,...

- ¿Sí?

- Nunca dejaré que hagan de mí un maniquí.




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